Como todo tangalanista sabe, el inicio mismo de la aventura del Dr. Tangalanga es un buen ejemplo de esa intrincada relación que el doctor mantuvo a lo largo de toda su carrera con lo que vamos a llamar “los otros”.
Para identificar al primer “otro” debemos volver hasta los años sesenta. A inicios de esa década, Julio Victorio de Rissio tomó un teléfono y empezó a hacer las primeras llamadas que, muchos años después, lo hicieron mundialmente conocido como el Dr. Tangalanga. Esos primeros llamados (como treinta, según calcula el propio Dr.) los hizo con el objeto de divertir a su amigo Sixto, internado en un hospital con una enfermedad que lo terminaría matando poco tiempo después. Ese es el primer “otro”, Sixto. Pero no solo el Sixto “verdadero”, sino los miles de “Sixtos” que viven agradecidos con el Dr. porque él y sus bromas fueron trascendentales para recuperar, por lo menos, las risas, las carcajadas, la alegría de vivir en momentos tan duros en que lo último en que uno pensaba que podía hacer era reír. Prueba de ellos son las decenas de comentarios de usuarios que deciden dejar sus testimonios en las distintas plataformas a través de las cuales se difunden los vídeos del doctor.
Historias de estos primeros “otros”, los que fueron salvados por Tangalanga, las podemos encontrar, también, en el documental de Diego Recalde “Víctimas de Tangalanga”. Sin embargo, el documental también nos permite acercarnos al segundo “otro”: Diego Recalde busca ponerles rostros a las voces de las decenas de personas que tuvieron que soportar las ocurrencias de Tangalanga. Pero ese ejercicio resulta bastante más complejo de lo que uno podría pensar.
A pesar de que han pasado más de 30 años, hay víctimas que no quieren recordar el día en que el doctor las llamó; hay quienes lo recuerdan, pero no lo perdonan; o lo perdonaron solo cuando falleció. Estos también son “los otros”, los que no fueron salvados por Tangalanga, sino perjudicados, sus víctimas.
En más de una ocasión, el doctor manifestó que a él le gustaba embromar a tipos “que sean jodidos” y hacerlos sufrir un poco. En ese sentido, podríamos decir que el Dr. Tangalanga se percibía a sí mismo casi como un justiciero: las innumerables llamadas a “chantas” (estafadores), comerciantes abusivos o vecinos desconsiderados así lo atestiguan. Esas fueron todas sus víctimas o al menos esas son las que al Dr. Tangalanga le hubieran gustado que fueran todas sus víctimas. Gracias al documental de Diego Recalde sabemos que no fue así.
Pensemos, por ejemplo, en Antonio Catalano.
Seguramente, Tangalanga asumió que se trataba de un charlatán que se presentaba como un “caza fantasmas” para poder engañar y aprovecharse de la gente. Por esta razón, el Dr. lo llamó para burlarse y provocarlo hasta sacarlo de sus casillas. Sin embargo, cuando oímos el testimonio de la hija de Catalano, entrevistada por Recalde, nos enteramos de que el hombre estaba lejos de ser un estafador. Era un sujeto que participó activamente en la vida de su comunidad y que sinceramente creía —o quería creer— en la parasicología. Es más, nos enteramos de que su interés en el “más allá” era resultado del terrible dolor que le causó la muerte de sus dos hijas. Luego de esta trágica pérdida, Catalano se dedicó a la parasicología en un intento desesperado de volver a estar en contacto con ellas.
Luego de saber esto, la broma a Catalano ya no se oye de la misma manera. Algo cambia. La voz ahora tiene rostro y una historia trágica detrás.
En este sentido, el documental de Recalde nos ayuda a comprender a estos otros. Pero comprender en el sentido preciso que le otorga el filósofo Pablo Quintanilla: “Comprender a alguien requiere tener la habilidad para compartir algún aspecto de su perspectiva, aunque sin perder la propia; precisa de participar de su punto de vista subjetivo o de imaginar cómo sería ser él en determinadas circunstancias de su historia personal”.
Contrariamente a lo que podría esperarse, el documental de Recalde deja al tangalanista con cierto desasosiego. Ponerle rostro y conocer las historias de las víctimas nos hace más difícil poder seguir riendo sin culpa con las ocurrencias del doctor y la furia impotente de sus víctimas. Saber que muchas de sus víctimas la pasaron mal y que tardaron décadas en superar el incidente y sus consecuencias, nos hace poner las cosas en perspectiva. Pero, sobre todo, nos recuerda la importancia de intentar comprender al otro —en lugar de juzgarlo por las apariencias o guiados por prejuicios— si queremos vivir en una sociedad más justa y fraterna.