Tres años
después, en el mismo diario, en un artículo titulado “El neoliberalismo en el Perú”, volvía
sobre el tema del culto al éxito y decía: “En la época liberal, no había tanta
compulsividad y cada uno tenía más autonomía para fijarse sus metas. Pero ahora
nos vemos como agentes de un prestigio que tenemos que aumentar”.
Estas
reflexiones de Portocarrero se me vienen a la mente luego de terminar de ver la
última temporada de “Narcos: México”. Definitivamente, esa entrega cínica de
los protagonistas (los narcotraficantes) al goce, la necesidad por acumular riquezas
y placeres, la vida como un éxtasis permanente, el lujo, el derroche, etc. ilustran
bastante bien las aspiraciones de una sociedad entregada al sentido común
neoliberal, que valora como máximas aspiraciones el consumo y el éxito a
cualquier precio.
Sin
embargo, en la demencial carrera por el éxito, no todos podrán conseguirlo. Por
eso, es tan significativa y hermosa la escena en la que Víctor Tapia (Luis
Gerardo Méndez) canta el estribillo de la canción de los años 70’s “No tengo
dinero” de Juan Gabriel:
Víctor
acaba de entregarle a su mujer, Hortencia (Damayanti Quintanar), el dinero que
logró robarle a un grupo de delincuentes (luego de un violento enfrentamiento
en el que perdió a uno de sus amigos). Mientras su esposa, antes de guardarlos,
hace la señal de la cruz con los billetes, Víctor pone la canción y oímos la
voz del divo juarense.
Cuando
llega el estribillo, la cámara se acerca a Víctor y lo oímos cantar: “No tengo
dinero ni nada que dar / lo único que tengo es amor para amar / si así tú me
quieres, te puedo querer / pero si no puedes ni modo, qué hacer”. Luego, la toma
se abre, vemos a Hortencia aproximarse y bailar con él unos segundos, hasta que
Juan Gabriel repite el coro.
En ese
momento, Víctor se aparta y la deja bailando sola, la cámara vuelve a acercarse
a él y vemos que su rostro cambia, se vuelve torvo, más que cantar, esta vez parece
declarar con rabia: “No tengo dinero ni nada que dar…”. Hortencia le habla,
pero Víctor ya no la oye, tiene la mirada fija en otro lado y el gesto ausente.
En general, la serie es bastante pesimista: no importa cuántos narcotraficantes sean detenidos o muertos, siempre aparece alguien peor. Mientras tanto, la violencia en México va cobrando ribetes de espanto, como se puede apreciar en las imágenes de los cuerpos que empiezan a aparecer colgados de los puentes o los casos de feminicidios en Ciudad Juárez, que nadie puede explicar ni detener. La lucha de quienes pretenden acabar con el imperio de la droga parece perdida de antemano, porque es una lucha contra el sistema mismo.
La política, tan desprestigiada en tiempos neoliberales, no escapa del pesimismo de la serie. Los políticos, presentados como administradores de lo existente, de las desigualdades, de las injusticias, viven de corrupción y se alimentan de ella.
La política como creación de lo nuevo, como actividad transformadora de la sociedad, es la gran ausente en toda la serie. El discurso, entonces, se siente monocorde, como si estuviéramos viendo una elegía a una sociedad que ya cumplió su ciclo o una épica de canallas convertidos en nuevos héroes de un mundo que ha perdido toda esperanza.
